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19 de septiembre de 2020

LA BIBLIA (Y EL SERMÓN) COMO PALABRA DE DIOS

Pastor Martín Ocaña 
LA BIBLIA

Para los cristianos la Biblia es la Palabra de Dios. Hemos heredado canónicamente las Sagradas Escrituras, que comprende el Antiguo y el Nuevo Testamento (sesenta y seis libros en total) y que nosotros conocemos como “Biblia” (Los libros). Esta, en realidad es una “biblioteca”, y tiene varias características que resaltamos: 

(1) Fue escrita en un periodo de más de mil años; (2) En varios idiomas, como son el hebreo, el arameo y el griego koiné; (3) Por varias decenas de escritores distintos; (4) De diferentes antecedentes en la vida; y (5) de varias localidades geográficas en el Medio Oriente. 

Dios nos ha dejado su Palabra escrita, pero es más grande que ella. A Dios, además, le ha placido este medio para revelarnos su voluntad. Por eso es que para los cristianos la Biblia se constituye en “norma normante”. ¿Qué quiere decir esto? 

    “Afirmar que la Biblia es “norma normante” significa que es un punto de partida y de referencia constante e indispensable. La Biblia es nuestro único punto de referencia firme, objetivo, de la voluntad salvífica de Dios, históricamente revelada. De hecho, nuestra fe tiene sus raíces en esos testimonios que encontramos en la Biblia. Creemos porque esas personas creyeron y lo transmitieron a otros, y un día se puso por escrito de manera que allí encontramos testimoniado para siempre aquello en lo que creemos. En los libros de la Biblia encontramos los testimonios de las manifestaciones históricas de Dios y de las respuestas del hombre. Allí está explicitada la voluntad salvífica de Dios comunicada a sus profetas. Son testimonios insustituibles de fe, porque nuestra fe tiene sus raíces históricas allí. Nuestro Dios es el Dios de Abraham, de Isaac, de Moisés, de Isaías, de Jesucristo, no otro. Es el Dios testimoniado en la Biblia. El Cristo en quien los cristianos creemos es aquel de quien leemos en el Nuevo Testamento, expresamente en los evangelios, que recogen los testimonios de aquellos que vivieron con él, y por eso son de una autoridad sin igual para nosotros.” (Arens 1995:129-130).

Ahora, una de las cosas que todo maestro y predicador debe saber es que no hay nada más importante que enseñar o predicar la Palabra de Dios. San Agustín decía que Dios escribió dos libros. El primero es su creación, el mundo, la naturaleza, la historia. Nosotros nos hallamos inmersos en ella. Pero luego escribió el segundo libro: la Biblia, la Palabra de Dios. ¿Para qué? Para iluminar, para entender el primer libro. Con razón escribió el salmista: “Lámpara es a mis pies tu palabra y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105).

Dios nos ha regalado su revelación escrita (la Biblia) para que esta llegue a todas las personas. ¿Quiénes la harán llegar? Nosotros, los cristianos. Somos servidores de Dios y de su Palabra. Por eso la importancia de compartir la Palabra mediante la enseñanza o la predicación. Como dice Rowlands, “la predicación de la Palabra de Dios se encuentra entre los privilegios más grandes confiados al hombre. Es además una de sus mayores responsabilidades.” (2001:2). Seguramente por esta razón Spurgeon, conocido como el Príncipe de los predicadores, afirmó que su púlpito le era más deseable que el trono de Inglaterra. La predicación es el evento por el cual miles y miles encuentran su “camino a Damasco”. Es el método de Dios para llevar la luz de Cristo a hombres y mujeres.

Una cosa que debemos tener claro es que para enseñar o predicar primero tiene que haber hablado Dios a su heraldo o portavoz. No se puede dar un mensaje si antes no hemos oído atentamente la voz del Señor y hemos hecho carne su Palabra en nuestra vida. Razón tenía John Owen cuando decía que “nadie predica su sermón bien a otros, si no se lo predica primero a su propio corazón” (citado en Spurgeon 1981:21).

LA HOMILÍA

La predicación popularmente es más conocida como “homilía” o “sermón”. Homilía viene de una voz griega, derivado de homiléo, que significa platicar. Sermón, por su parte, viene del latín sermo, sermonis, derivado de servere, que significa sembrar (Gil 1995:119), porque con los discursos se siembra la doctrina, la Palabra de Dios. 

Predicar es el arte de comunicar la verdad y un predicador es esencialmente un comunicador. Recibe la verdad de Dios y la comunica a los demás hombres de manera efectiva. Así lo entendió el apóstol Pablo (1 Tesalonicenses 2:13) y la iglesia primitiva, quienes nos legaron la Palabra para que irradie su luz a todo el mundo. Pero, con frecuencia, sucede algo triste en el púlpito. Hace varias décadas el teólogo René Padilla dijo algo que lamentablemente sigue siendo, en términos generales, cierto hoy: 

    “Una de las características más comunes de la predicación en las iglesias evangélicas en América Latina es su falta de raíces bíblicas. Pese al común asentimiento a la autoridad de la Biblia, en la práctica hay una falta pasmosa de seriedad frente a la revelación escrita. El texto es usado a menudo como pretexto, como un trampolín desde el cual los predicadores lanzan sus peroratas y exhortaciones sin preocuparse mayormente por establecer la relación entre el mensaje y los interrogantes que el mundo moderno plantea a la fe cristiana.” (1987:15-16).

Al comentario anterior habría que añadirle que existe en algunos predicadores contemporáneos la tentación a predicar sus experiencias o las de algunos de sus colegas predicadores. No debe ser así. José Martínez nos advierte que “debe quedar muy claro que somos llamados a predicar a Cristo, no a nosotros mismos (2 Corintios 4:5). La Palabra, no nuestras experiencias, debe constituir la esencia del sermón. Las experiencias del predicador, usadas moderadamente y con cordura, pueden ser ilustraciones útiles, pero nunca deben ocupar lugar preponderante” (1985:109). 

En la base de la predicación debe estar la revelación de Dios. El predicador debe estar convencido, además, que “Dios mismo quiere revelarse. Es él quien quiere dar testimonio de su revelación” (Barth 1980:23). No olvidemos nunca que la Palabra de Dios –junto con la acción del Espíritu Santo- es la única que puede cambiar vidas, no las experiencias de los hombres. La Palabra de Dios “es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Hebreos 4:12).

Bibliografía

Arens, Eduardo. 1995. ¿CONOCES LA BIBLIA? Lima: Centro de Proyección Cristiana.

Barth, Karl. 1980. LA PROCLAMACIÓN DEL EVANGELIO. Salamanca: Sígueme.

Gil, Rubén. 1995. HACIA UNA PREDICACIÓN COMUNICATIVA. Barcelona: CLIE.

Martínez, José. 1985. MINISTROS DE JESUCRISTO. MINISTERIO Y HOMILÉTICA. Barcelona: CLIE.

Padilla, René. 1987. LA AUTORIDAD DE LA BIBLIA. Quito: Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos (Originalmente publicado en 1972).

Rowlands, Gerald. 2001. “Una guía sencilla para la predicación”, en: HECHOS (Edición en español) Enero-Febrero-Marzo, pp. 2-25.

Spurgeon, Charles. 1981. DISCURSOS A MIS ESTUDIANTES. El Paso, TX: Casa Bautista de Publicaciones.


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